domingo, 30 de enero de 2011

SATIROSCOPIO

NI ME LO CAMBIEN
Verónica Rodríguez      
Toda la vida sintió su nombre como una ofensa. Siempre hubo cierto rencor contenido en la pregunta a los padres, un por qué prolongándose en el porque sí, la ingenuidad materna o el exceso de creatividad fueron explicaciones que se dio a sí mismo durante la adolescencia. Años de rabietas al ser objeto de burlas de los compañeros de colegio terminaron cuando viajó a la capital y supo que podía cambiarse el nombre.
Algunas personas suelen poner nombres raros a sus hijos por diversos motivos, pretendiendo que los niños van a ser grandes personas por antonomasia, en muchos casos sin tener en cuenta el contexto latinoamericano apelan a vocablos extranjeros que suenan rimbombantes, apologías de futbolistas, músicos, políticos, y otros perdedores de moda, algunos más atrevidos usan ròtulos o marcas de artículos comerciales, los que no se esfuerzan mucho ponen nombres que son adjetivos y los que se las dan de intelectuales sentencian a los niños con nombres palabra que tienen raros significados en otros idiomas y hasta en lenguas muertas.
Decidió comunicárselo a su madre. A pesar del reproche, así comienza la lenta búsqueda de los documentos. Una semana después ella se acuerda de que tiene que ir a la casa cural del pueblo a ver si le dan una copia de la partida de bautizo porque a ella ni la registraron, escasamente tenía la cédula. Al cabo de cinco días va al cementerio a pedir el certificado de defunción de un esposo que de padre sólo había tenido el apelativo y luego a buscar entre los álbumes alguna copia del registro civil del muchacho o de la cédula del difunto que figuraba como único registro de una fotografía de los años mozos.
 Una semana y media después, la mujer al fin tiene los papeles en sus manos, pero no sabe cómo enviarlos. El fin de semana siguiente los manda por encomienda en un taxi, el joven recibe los papeles en el terminal y anexa la fotocopia de la tarjeta de identidad, las fotocopias de las cédulas de sus padres y cuando tiene con qué va a sacar las fotos.
Habían pasado más de seis meses desde que tomó la decisión; llegó a la notaría a las nueve  pero la fila estaba tan larga que perdió las tres horas esperadas. Al día siguiente madrugó e hizo lo posible para llegar de primero. Contando que a las siete alcanzaría, vió con desilusión quince personas delante. No era mucha gente y no era nada esperar unas cuantas horas si ya había esperado toda la vida. A las nueve de la mañana aún parecían faltar las mismas quince personas y no sabía por qué no avanzaba la fila,  poder librarse al fin del apodo legendario le producía una ansiedad que comenzaba a ser insoportable.
     A las once y media llegó por fin hasta la ventanilla y un distraído funcionario le preguntó los datos y le recibió los papeles, aprovechando que tenía que ir a la bodega el empleado se tomó un tinto, ahí le dieron las once cincuenta y cinco, entonces no pudo llenar el formulario y tuvo que volver después de las dos. Rojo de ira le tocó que quedarse ahí –no le alcanzaba para ir a la casa- esperando en la puerta de la notaría atrás de un tipo que se empotró en la entrada desde por la mañana. A las dos de la tarde, el tipo empezó a revender los puestos de la entrada. Cambiando protesta por salvedad ante un puño, quedó otra vez en el puesto veinte. Media hora después tomó una decisión que le ahorró un poco de tiempo y tener que volver al otro día, colaborando con la micromafia de la fila, dió lo que tenía para la buseta y logró que el tipo ese lo dejara entrar.
Dos horas después, famélico, se encontraba frente a la ventanilla y al fin le entregaron el bendito formulario. Tuvo la precaución de mirar mal al funcionario como para darle a entender que estaba de afán y que no quería pasar por lo mismo de esa mañana. Llenó cada una de las casillas con calma, estampó la vieja firma al lado de la rúbrica creada con estilo para el nuevo nombre y puso todos los dedos para las huellas digitales. Al cabo de veinte minutos, salió con un papel que lo acreditaba como la nueva persona que siempre quiso ser, y en la noche organizó una fiesta con sus amigos para celebrarlo. A la media noche, en medio del brindis, les comunicó a todos su nombre nuevo. Casi todos coincidieron en que no le quedaba, no tenía cara de llamarse así pero sí como se llamaba antes, por eso decidieron seguir diciéndole como siempre, ahora era un apodito de cariño mientras se acordaban del otro nombre.
Un año y medio después del inicio del trámite, ya tenía en sus manos una nueva cédula. Al cabo de dos años, maldecía a diario a sus amigos y vecinos que de cariño le pusieron el dichoso apodo porque nadie nunca se preocupó por aprenderse el nombre nuevo.
2011

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